«Siempre he dependido de la amabilidad de los extraños» Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo
Se conocieron hace cuatro horas, él dijo que le sonaba su cara y tres copas más tarde se están dando besos junto a la barra del bar. Ya en la calle, se cogen de la mano, se demoran en las caricias y se dicen mil mentiras. Llegan a la casa, ella pone música, él abre un par de cervezas. Sobrevienen las urgencias, se desnudan con prisa, se abrazan y se cubren de mordiscos y saliva. Se van a la cama.
Él se levanta y va al cuarto de baño. Para entonces ya se han acabado las palabras, y también los besos. Ella observa los condones usados junto a la cama y vuelve la cabeza. Se tapa con la sábana, tiene frío. Él va hacia el salón, busca calcetines y calzoncillos, se viste, mira la cerveza derramada en la alfombra, curiosea alguna foto de la estantería. Vuelve a la habitación, me voy, dice, dame tu teléfono, te llamo. Ella se lo da con una sonrisa, le acompaña a la puerta, le da un beso en la mejilla. Él no la llamará, tampoco ella lo espera. En realidad, ni siquiera recuerda si al principio de la noche su nombre fue Luis o Esteban. Tampoco importa. Vuelve al dormitorio. Recoge los condones, los tira a la basura.