Exilios

Irremediablemente, Arturo se levantaba cada mañana con la certeza de ser un exiliado, de pertenecer a otro sitio. Desvistiéndose del sueño y del pijama contemplaba con extrañeza a la mujer que dormía a su lado, después tomaba una ducha, desayunaba apenas un café y salía hacia el trabajo. Cogía el metro, hojeaba sin ganas el periódico gra­tuito, esperaba en los semáforos, cruzaba pasos de cebra, llegaba por fin a la oficina. Y mientras tanto, la nostalgia imprecisa de algún otro lugar.

Su día transcurría entre expedientes y contabilidades, frente a una pantalla llena de números. Pero de vez en cuando, en los descan­sos del café o cuando miraba su reflejo en el ordenador, sobre inter­minables cifras y cuentas perdidas, intentaba reconocerse a duras penas en ese traje de empleado gris, en las gafas metálicas, en la cor­bata azul. Cierta soñolencia le acompañaba todo el día con vagos re­cuerdos de montes y llanuras azules, de ejércitos que se cuadraban a su paso, mientras él, sobre un caballo blanco, conquistaba castillos y prin­cesas, sometía a tiranos y derrotaba dragones. A la noche, llegaba a casa, cenaba, miraba la tele, besaba a la esposa, se iba a la cama. Y en­tonces, cuando cerraba los ojos y se dejaba invadir por el sueño, retor­naba a aquel reino perdido del que era desterrado con cada despertar.

Se acostumbró a vivir en esos intervalos de irrealidad y rutinas, esperando con ansiedad la llegada de la noche. Y del regreso. Lo difí­cil era reconstruir cada mañana aquel universo que se le escapaba con las últimas briznas del sueño, luchar contra la amnesia…, pero poco a poco, aferrándose cada noche a un recuerdo, fue recuperando geogra­fías y gestas, escudos y banderas. Una mañana retuvo entre sus labios el nombre de su amada, tan distinta a la mujer que dormía a su lado. Días después despertó con el sabor de la sangre en la batalla. Recordó también su fortaleza de murallas infinitas, el peso de su espada, el nombre de sus generales. Y el de sus enemigos. Pero de repente, llegó el insomnio y las noches en vela le alejaron aún más de su reino. Des­poseído de su nombre y de su trono se resignó a vivir en el destierro. Y nunca regresó. Lo olvidó todo. Quién era y de dónde venía. Olvidó también la sonrisa de aquella malvada bruja que conspiraba entre trai­dores para arrebatarle la corona. Esa sonrisa, tan parecida a la de su esposa, cuando cada noche después de cenar, le ponía un café. Descafeinado, decía.

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Illustration by Alejandro Gil Carrasco