Comenzaron a besarse sin saber muy bien cómo. Después pensó que fue el alcohol, el asedio constante o quizás incluso el amor, ese amor fortuito y casi accidental que suele nacer en las noches de cubatas sucesivos y soledades encontradas. La estrategia había sido infalible: la cena, la música, el perfume elegido, la conversación ensayada. Valió la pena el mes y medio de encuentros indecisos, de llamadas apenas atendidas, de esperas, de desesperas. El empeño por fin tuvo su fruto. Pero había un ángulo muerto en todo aquello, algo que se le escapaba. Mientras ella le besaba —con los ojos abiertos— miraba de reojo a aquel novio lejano que, apoyado en la barra del bar, fingía no verla.
